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“ALGO MÁS DESPUÉS DE MORIR” (Relato de Días de Muertos)

Por LUIS ROMERO

La celebración asociada al Día de Muertos llegó en un otoño tardío, colmado de viento y azuzado por un sol quemante.

Se despierta un sentimiento sin igual en las postrimerías de octubre, que traen consigo la floración del cempasúchil y el aroma del campo viejo; la vendimia del tejocote, la calabaza y el maíz; la algarabía de los mercados.

Por las calles de la ciudad y los caminos de las comunidades, el tiempo anuncia la víspera de la fiesta de los fieles difuntos, tradición inenarrable que no sucumbe a la Noche de Brujas y asegura que la vida de los seres queridos que partieron al más allá continúe, cristalizando así la esperanza de que todos, padres, hijos, abuelos, hermanos, regresen a casa.

Obra del maestro Arnulfo Santos Florenzano

En los hogares, donde las familias mantienen viva la llama de la fe, los niños aprenden de los abuelos que Dios concede la gracia a los difuntos de visitar a sus seres queridos una vez al año. Y señalando el calendario, recuerdan que el 1 de noviembre está dedicado a la fiesta de Todos los Santos y el 2 a la de los Fieles Difuntos.

La tradición, en boca de los mayores, dice que en el primer día del onceavo mes se rememora a los muertos chiquitos o niños fallecidos, y que, en el segundo, se evoca la memoria de los muertos grandes o adultos.

Sin embargo, hay quienes conmemoran el 28 de octubre en honor de los matados o quienes murieron en circunstancias violentas, y el 30, a las almas que llegan al limbo, o sea, los que murieron sin recibir el sacramento del bautismo.

Obra del maestro Arnulfo Santos Florenzano

Y en un ambiente de solemnidad levantarán altares con calaveritas de azúcar, chocolate o amaranto, con el nombre del difunto en la frente; con la comida y la bebida favorita del ya fallecido, fruta de temporada –mandarinas, cañas, guayabas, plátanos, manzanas, naranjas, cacahuates-, papel picado negro y anaranjado, cirios y velas, “gallitos de pepita” y el tradicional pan de muerto, de sal o de dulce, que compartirá la familia en la merienda y que regalará a los muy allegados.

Luego partirán al panteón para arreglar sus tumbas con nube, pata de león y cempasúchil, a la sazón de los recuerdos que unen en instantes el pasado con el presente, haciendo de esta apoteosis una costumbre que lo mismo lleva al recogimiento que a la celebración, al llanto que al regocijo de lo que fue.

Desde “denantes”, en los mercados y los tianguis el olor del incienso, la fruta y las flores, anticipó, en silencio, la llegada de los Días de Muertos, tiempo que conjuga el carácter religioso, sumiso y alegre, del pueblo de México, para el que la muerte le es tan familiar que hasta la encara con impaciencia, ironía y una burla ajena a toda malicia, tal vez porque, más allá del temor que implica perder la vida, se anida esa fabulosa creencia de que el alma es inmortal y hay algo más después de morir.

Obra del maestro Arnulfo Santos Florenzano

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