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viernes, 10 de abril de 2020, 12:04:00 pm
Nuestra cultura religiosa relaciona casi inevitablemente la crucifixión con la muerte de Cristo, pero casi nunca repara en analizarla en sí como una de las formas de tortura más horrendas, que se aplicaba principalmente a delincuentes de la más baja calaña, insurrectos, esclavos y prisionero de guerra otras naciones, quienes fallecían en circunstancias penosas.
Algunas fuentes atribuyen su invención a un tal Semiramis, quien se presume vivió a mediados del siglo II antes de Cristo.
Originalmente, el condenado era atado fuertemente a un poste afianzado con firmeza en el suelo y se abandonaba a su suerte, con sed y hambre.
Los griegos adaptaron el poste y lo convirtieron en una cruz bífida, es decir, en forma de “Y”; tiempo después, la extendieron hacia abajo para formar una “X”, conocida como cruz decussata –o de San Andrés-.
Según Platón, el suplicio de la cruz procedía de Oriente, de donde se extendió a Grecia y Roma, lo que contrasta con la idea tradicional de que la crucifixión era una creación romana.
En Grecia y Oriente, esta pena se empleaba en salteadores de caminos y desertores del ejército. Cuanto llegó a Roma, en tiempos de la República, era la condena habitual para los esclavos; bajo ninguna circunstancia se administraba a patricios o ciudadanos romanos, por considerarse humillante y vergonzosa.
Este martirio se estilaba con mucha frecuencia por los persas. Se aplicaba también en la India y Egipto. El pueblo judío no acostumbraba este suplicio. Fue hasta la ocupación romana cuando se decidió imponerlo a todo aquel que fuese señalado como “enemigo del pueblo”.

EL CALVARIO
En Roma, el suplicio de la crucifixión consistía en clavar al condenado a muerte a un poste que llevaba un travesaño destinado a los brazos y le eran introducidos enormes clavos en las manos y talones.
Otras versiones sostienen que era los huesos del antebrazo y no en las manos, ya que el peso del cuerpo desgarraría la piel y el músculo, haciendo caer el cuerpo al suelo. Sin embargo, investigaciones recientes no rechazan del todo la primera posibilidad.
El crucificado debía estar vivo al momento de ser clavado. Era común que tratara de liberarse de la cruz, destrozándose los tejidos que unen a los dedos en ambas manos.
Los romanos solían debilitar previamente al condenado, para evitar precisamente que tratara de librarse. Para ello, encontraron en los azotes un método eficiente, que era aplicado por robustos verdugos en un lugar llamado “Sessorium”.
La pena era usada con frecuencia tratándose de judíos, con quienes llegaron a hacerse crucifixiones en masa. El crucificado quedaba abandonado a la intemperie, desangrándose hasta morir y expuesto a los quemantes rayos del sol.
A la tortura de la dolorosa posición con las extremidades clavadas, se aunaba el tormento de las heridas de una flagelación previa y sobre todo el de la sed, que se agravaba con la pérdida de sangre y el sofocante calor.
A veces, el ajusticiado tardaba días enteros en morir. En otras más, se apresuraba su muerte con palos o quebrándole los huesos de las piernas con un marro.
Entre los judíos era muy popular pedir este pequeño “favor” para sepultar el cuerpo ese mismo día. Para los romanos era usual dejarlo en la cruz, hasta que el cadáver entrara en descomposición, expuesto a la voracidad de las aves de rapiña.
Por lo general, la sentencia prohibía sepultar el cuerpo, y se consideraba una concesión especial, que había que solicitar, el que se permitiera bajarlo de la cruz y darle sepultura.
Se mantenía a un guardia encargado de cuidar al crucificado, evitando así que se desprendiera de la cruz y acaso ser rescatado por sus amigos o familiares.

LA FLAGELACIÓN
Ninguna raza ha escapado de la tentación del látigo. Los romanos, por ejemplo, distinguían tres variantes.
El primero es la férula, una simple tira de cuero con la que se castigaban faltas veniales. Otra es la scútica, formada por dos tiras de pergamino entrelazadas, que causaba un sufrimiento prolongado. La tercera y más terrible era el flagelum, similar al látigo utilizado con los animales.
Algunos pueblos añadían complementos dolorosos a los látigos, como pinchos de hierro o clavos. Éstos eran conocidos como escorpiones.
En los tormentos chinos, el instrumento de tortura se perfeccionaba con anzuelos. Los rusos, a su vez, empleaban el “pleti” de tres tiras y el temible “knut”, provisto de bolas de hierro, que se empapaba en agua fría o vinagre.
El Deuteronomio, libro del Antiguo Testamento, expone parte de los usos y costumbres relativos a la flagelación; limita a cuarenta el número de azotes dados con un látigo.
Resulta difícil pensar que el ajusticiado resistiera la aplicación de decenas de latigazos fatídicos. El flagelado resultaba literalmente destrozado, titubeante, con los ojos desorbitados y con la piel a tiras. La muerte podía sobrevenir al cabo de días de fiebre, migrañas y espantosas quemazones.

LA CRUZ
Una vez atado y clavado a la cruz, éste patíbulo era levantado por medio de correas y cuerdas. Los maderos eran burdos troncos con corteza, espinas, astillas o insectos de la madera. En la parte superior de la cruz, se colocaba una tableta que indicaba el delito que el ajusticiado había cometido. Los esclavos eran ejecutados en las afueras de la ciudad o en la plaza “Sestertium” por el verdugo.
Estudios actuales revelan que los romanos adoptaban los árboles de olivo a manera de cruces para facilitar la ejecución de las penas. No obstante, la tradición alude que la cruz solía tener un tamaño proporcional al de la víctima, salvo en ocasiones en que se quería dar un ejemplo especial con el horrible castigo.
La deshonra de morir en la cruz alcanzaba, no sólo al condenado, sino también a su familia que señalada y vista con repudio por la sociedad.
Se permitía al populacho acudir a la ejecución de la pena y tenían derecho, junto con los soldados, a lanzar toda clase de insultos, maldiciones y escupitajos.
En latín, se denominaba a esta pena serville supplicium -o castigo de los siervos-, cuando la aplicaban a los esclavos, y supplicium, si las víctimas eran condenadas por falso testimonio, piratería, asesinato, robo, sedición y rebelión, delitos considerados por como muy graves por la justicia del Imperio.

UN SÍMBOLO
La pena de muerte en la cruz se utilizó en el Imperio Romano hasta la primera mitad del siglo IV después de Cristo, cuando fue abolida en honor a Jesucristo por el emperador Constantino, quien se convirtió al cristianismo.
La Cruz fue empelada como parte del culto a Cristo a partir del año 313 de nuestra era. Se entiende que inicialmente los primeros cristianos fueran despreciados y perseguidos, pues representar o tener una cruz era una señal de mal augurio.
Se dice que los seguidores de Jesús la representaban inicialmente con la misteriosa letra “T” –tau- de origen egipcio –también conocida como Cruz de San Antonio-. A partir de la conversión del emperador Constantino, se adoptó libremente y sin reservas, tal como la conocemos hoy en día –Cruz latina-.
